Revista IECOS, 26(1), 174-179 | Enero-Junio 2025 | ISSN  2961-2845 | e-ISSN  2788-7480

 

 

José Ignacio López Soria: "La ciencia y la tecnología pierden rumbo cuando ignoran  la pertinencia social como base del conocimiento"

 

Entrevista de Rafael Vásquez Rodríguez

 

https://doi.org/10.21754/iecos.v26i1.2529

 

José Ignacio López Soria

 

José Ignacio López Soria es un filósofo e historiador nacido en España en 1937. Llegó al Perú en 1957 como novicio jesuita. Su formación académica abarca humanidades clásicas, literatura, filosofía e historia, con especializaciones en narrativa latinoamericana, filosofía moderna, filosofía de la existencia, historia de la emancipación peruana, pensamiento lukacsiano, historia de la ingeniería peruana y filosofía de la interculturalidad. Desde 1966, ha ejercido la enseñanza universitaria en el Perú, principalmente en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI), donde fue rector entre 1984 y 1989 y ha dirigido el Centro de Historia de la UNI. Ha contribuido con más de 30 libros y numerosos artículos en revistas nacionales e internacionales. Su más reciente publicación es “La Categoría de Cosificación en Lukács”. Actualmente, continúa participando activamente en debates intelectuales relacionados con la sociología de la literatura, el marxismo lukacsiano, las perspectivas postmodernas y la filosofía de la interculturalidad que le han permitido obtener el Premio de Filosofía “Francisco Miró Quesada Cantuarias 2024”, otorgado por la Sociedad Peruana de Filosofía.

 

Rafael Vásquez Rodríguez (RVR): Doctor José Ignacio López Soria, cuando hablamos de la pertinencia de las políticas públicas en ciencia y tecnología, nos referimos a su capacidad para orientar la investigación científica y tecnológica de manera que responda eficazmente a las necesidades y demandas específicas del país (en este caso, el Perú), impulsando tanto el crecimiento económico como el bienestar de la población. ¿Comparte usted esta visión sobre la pertinencia de la ciencia y la tecnología, considerando que la sociedad exige que la investigación y el desarrollo tecnológico sean relevantes, aplicables y generen beneficios concretos para la población?

José Ignacio López Soria (JILS): Voy a explicarlo en los términos más sencillos posibles. El problema de la pertinencia del conocimiento tiene un trasfondo profundo y está ligado a la creciente separación entre la realidad y el conocimiento, un proceso que se remonta al siglo XVII con la modernidad. En épocas anteriores, el conocimiento estaba estrechamente vinculado a la realidad o, en su defecto, era altamente abstracto, influenciado por perspectivas teológico-religiosas, mitológicas y filosóficas. Sin embargo, en los ámbitos no religiosos, es decir, en la producción y la supervivencia, el conocimiento surgía directamente de la práctica humana. Desde un punto de vista ontológico, la necesidad fundamental de la humanidad es su propia reproducción y continuidad. Dicho de otro modo, el ser humano necesita seguir viviendo y, en ese proceso, busca superarse. La evolución es, por tanto, inherente a la condición social del ser humano.

Tradicionalmente, el conocimiento se desarrollaba a partir de la vida cotidiana, estrechamente ligado a la producción y a la mejora progresiva de las condiciones de vida. Sin embargo, esta perspectiva comenzó a transformarse con el avance del sistema capitalista. Los procesos religiosos, éticos, políticos, económicos y sociales no operan de manera aislada; por el contrario, están interconectados y evolucionan en conjunto. A medida que la modernidad occidental avanzaba, el conocimiento comenzó a distanciarse de la realidad. No es casual que Descartes afirmara "pienso, luego existo", sugiriendo que la razón de nuestra existencia radica en el pensamiento. Sin embargo, ontológicamente, la relación es exactamente inversa: no hay posibilidad de pensar si no existimos primero. La división cartesiana entre el res extensa (el ser material) y el res cogitans (el ser pensante) facilitó esta creciente separación entre el conocimiento y la realidad. Hasta entonces, la práctica —especialmente el trabajo y, en general, la actividad humana— era la fuente fundamental del conocimiento, ya que es a través de la práctica como percibimos la realidad tal como es, en función de nuestros intereses y necesidades.

Luego llegó Kant y planteó un problema fundamental: lo que conocemos no es la realidad en sí misma, sino la realidad tal como se nos manifiesta. En consecuencia, nunca accedemos a la realidad pura, sino únicamente a su manifestación. Es necesario, entonces, hacer una distinción entre la realidad en sí y aquello que percibimos de ella a través del conocimiento. Dado que nuestro acceso a la realidad está mediado por el conocimiento, no podemos ir más allá de lo que se nos manifiesta. En esencia, lo único que hacemos es dar vueltas en torno al sistema del conocimiento. Pero surge una pregunta crucial: ¿qué relación hay entre la idea o imagen que tengo en mi conciencia y la cosa real en sí misma? La respuesta es incierta. La cosa en sí es un quid ignotum, algo desconocido. Lo que verdaderamente me interesa es el conocimiento que tengo de esa realidad. Así, en la modernidad, el estudio del conocimiento cobra una enorme importancia, impulsando su evolución. Sin embargo, este avance se logra a costa de abandonar la búsqueda de la realidad en sí misma. Este es el dilema central del problema del conocimiento en la filosofía moderna.

Este cambio en la concepción del conocimiento está estrechamente ligado a los procesos económicos y sociales. Mientras que el conocimiento tradicional buscaba comprender la realidad, a partir del capitalismo y el desarrollo moderno, el objetivo del conocimiento pasó a ser la transformación de la realidad. Así, el interés principal del desarrollo del conocimiento ya no es solo conocer, sino manipular la realidad. Este enfoque ha sido extremadamente eficaz, pero también ha generado un distanciamiento progresivo de la vida cotidiana, el trabajo manual y la experiencia directa. En las últimas décadas —y probablemente no solo en el ámbito científico—, uno de los principales descuidos ha sido el abandono de la experiencia. Se le ha dado escasa o nula consideración, a pesar de su papel fundamental en la construcción del conocimiento.

Por ello, cuando se habla de la pertinencia de la ciencia, de la necesidad de hacerla más relevante, o cuando se señala la falta de directrices claras para la continuidad del proceso científico, estas preocupaciones están profundamente ligadas a la falta de reconocimiento de la experiencia como punto de partida del conocimiento. A menudo, incluso, se tiende a menospreciar los aprendizajes adquiridos de manera intuitiva desde la infancia, pese a que sobre ellos hemos construido nuestra vida cotidiana y nuestra comprensión del mundo.

R.V.R.: Si consideramos el contexto histórico que ha dado forma a la situación peruana, surge una pregunta clave: ¿estamos produciendo y gestionando el conocimiento en función de nuestras necesidades de desarrollo, o simplemente nos limitamos a depender del conocimiento moderno sin adaptarlo a nuestra realidad?

J.I.L.S.: El problema radica en asumir que el conocimiento debe desarrollarse en entornos completamente abstraídos, cuando en realidad debería partir de nuestra realidad concreta. Sin embargo, aspiramos a una realidad abstracta: queremos ser iguales a los países industrializados. Pero esta es una utopía en el peor sentido del término, no aquella que impulsa el cambio, sino una que nos paraliza porque nos hace vivir en una burbuja ajena a nuestra realidad. Cuando comenzamos a asentarnos en nuestra propia realidad, valoramos la diversidad de la vida cotidiana y, a partir de ella, construimos modelos de desarrollo propios. De lo contrario, nos convertimos en simples seguidores de lineamientos impuestos por organismos internacionales, que dictan qué debemos sembrar, producir o exportar con el único objetivo de incrementar los ingresos, sin considerar las verdaderas necesidades del país.

Las consecuencias de esta desconexión son evidentes. En pocas décadas, las exportaciones peruanas, antes centradas en la minería, la caña de azúcar y el algodón, pasaron de seis mil millones a más de sesenta mil millones de dólares anuales. Sin embargo, esto nos lleva a una pregunta crucial: ¿se ha multiplicado por diez la calidad de vida de los peruanos? Es cierto que algunos han visto multiplicado su bienestar exponencialmente, pero si hablamos de la población en general, la respuesta no es tan clara. Algo no encaja. Desde una perspectiva teórica, metodológica y científica, hay un divorcio evidente entre el conocimiento y las necesidades de la vida cotidiana. Esa es la verdadera cuestión. No obstante, esto no significa que debamos limitarnos a la experiencia cotidiana. Si solo nos hubiéramos quedado con los conocimientos transmitidos por nuestros abuelos, no habríamos podido avanzar, enseñar o escribir sobre estos temas. El progreso requiere abrirse a otros entornos y perspectivas. La clave está en integrar ambas dimensiones: aprovechar el conocimiento global sin perder de vista nuestra realidad concreta.

R.V.R.: ¿Cómo evalúa la relación entre la ciencia y la tecnología desarrolladas en la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI) y las necesidades del país?

J.I.L.S.: Para responder a esta pregunta, es necesario situar a la UNI en su contexto histórico. Desde la llegada de los españoles, la economía, la política y la cultura del Perú han estado determinadas por factores externos. Durante el periodo colonial, el país se organizó en función de lo que ocurría más allá de sus fronteras, y esta situación no cambió tras la independencia en la primera mitad del siglo XIX. A pesar de lograr la independencia política, el Perú mantenía una estructura esencialmente colonial. No fue sino hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando el país comenzó a organizar su territorio, sus orientaciones económicas y sus relaciones laborales. Sin embargo, las élites peruanas seguían creyendo que el desarrollo solo era posible a través del comercio exterior. En este contexto, la UNI, fundada en 1876, nació con una característica ambivalente: por un lado, surgió en un momento en que el Perú empezaba a gestionar su crecimiento económico, lo que representaba una oportunidad; por otro lado, su orientación estaba marcada por una visión mercantilista, lo que la llevó a formar principalmente ingenieros civiles y mineros para abastecer a las grandes empresas exportadoras de minerales.

Es importante recordar que, hasta 2014, las universidades peruanas en general, y la UNI en particular, no contaban con vicerrectorados de investigación. La investigación dependía del Vicerrectorado Académico a través de un único instituto para toda la universidad, aunque existían algunos institutos de creación más antigua. Durante mi período como rector de la UNI, pude constatar que no existía una comunidad académica comprometida con la idea de reconciliarse con el país y desarrollar una ciencia y una tecnología más alineadas con las necesidades nacionales. En cambio, la preocupación principal era mantener la tradición de la UNI: ofrecer una formación profesional rigurosa para los estudiantes. Por ello, considero que la UNI ha destacado por hacer bien su trabajo en términos de formación académica, pero no necesariamente ha cumplido de manera adecuada con el criterio de pertinencia en relación con el desarrollo del país.

R.V.R.: ¿Cómo podemos, desde la ciencia, la tecnología y la gestión del conocimiento, atender las necesidades específicas de nuestro interés nacional?

Es importante hacer un paréntesis aquí. Estar “centrados en lo nuestro” no significa cerrarnos al mundo; al contrario, es la única manera de tener voz en él. Si no partimos de nuestra propia realidad, simplemente terminamos subordinados a los intereses externos. Este problema ha sido concebido en el ámbito político, desde la teoría de la “decolonialidad del saber y del poder” que analiza críticamente los temas de la globalización, y del cómo incorporarnos dignamente, pero no hemos logrado traducirlo en acciones concretas dentro de la gestión y orientación de la universidad.

Ahora bien, debemos ser cautelosos con una insistencia excesiva en la idea de “nosotros” como una categoría aislada. Decir “somos peruanos, ellos son chilenos, los otros argentinos, franceses, etc.” responde a una visión histórica, pero no necesariamente a la realidad del presente ni del futuro. La humanidad no avanza hacia una reafirmación de las nacionalidades, sino más bien hacia su progresiva disminución como factor determinante. El verdadero desafío no radica en la afirmación de lo nacional, sino en la construcción de una identidad más amplia: la genericidad, es decir, el reconocimiento del ser humano como un todo. No se trata de ignorar nuestra identidad particular, sino de entender que su valor radica en su aporte al conjunto de la humanidad. La riqueza de la genericidad solo puede construirse a partir de la afirmación y el desarrollo de las particularidades. En otras palabras, debemos fortalecer nuestra identidad no para aislarnos, sino para integrarnos de manera significativa en el mundo.

Otro problema en la gestión del conocimiento radica en que, desde sus inicios, la modernidad se ha centrado principalmente en el bienestar humano, a menudo a costa de la vida no-humana. Sin embargo, también es fundamental considerar otras formas de vida, ya que el ser humano está destinado a convivir no solo entre sus semejantes, sino también con el mundo que lo rodea. A pesar de ello, el mundo se ha convertido en un objeto completamente manipulable, cuyo valor se subordina al interés exclusivo por la vida humana. Pero esta preocupación por la humanidad no se orienta hacia su perfeccionamiento, sino hacia su dominio y explotación, lo que da origen a grandes problemas.

R.V.R.: Teniendo en consideración todo lo expresado por usted ¿Es acaso el momento de realinear la gestión del conocimiento en la UNI?

Hoy,  me alegra que la Universidad Nacional de ingeniería esté empeñada en esto que has dicho reiteradamente: orientar sus esfuerzos en el sentido de la pertinencia. Si tomase la pertinencia como bandera y como criterio fundamental, probablemente podría seguir haciendo mejor mucho de lo que está haciendo. La UNI se caracteriza porque lo que hace lo hace bien. Si además de hacerlo bien, lo hace coherentemente, con pertinencia, de modo que su efecto sea más nacional, más profundo, más transformador de realidades, más relacionados con las necesidades colectivas de los peruanos en términos generales como primera prioridad, entonces probablemente ganaría en eficiencia, en el mejor sentido del término eficiencia, no solamente que llega a un resultado, sino que ese resultado sea el pertinente, que sea el adecuado, al que tiene que llegar.