Templos virreinales de los valles de Lambayeque

juan castañeda, maría del carmen espinoza & eduardo pimentel

Universidad San Martín de Porres, Fondo Editorial de la Universidad San Martín de Porres, Lima - perú, 2015.

Reseña de Leonardo Mattos-Cárdenas

Templos virreinales de los valles de Lambayeque es una publicación de notos autores, arqueólogos por la Universidad Nacional de Trujillo; además, el mencionado por último, es dominico y de la Universidad San Martín de Porres. Investiga archivos nacionales, extranjeros y los aportes de Domingo Angulo (1920); Harth-Terré (1965), quien en 1941 hizo levantamientos en Saña; Víctor Pimentel, quien trabajó allí (1967); Lorenzo Huertas; Jorge Izquierdo; Antonio San Cristóbal; etc. Comprende cuatro capítulos: el primero, “La evangelización en los valles de Lambayeque”, explica ese proceso regional; el segundo, “Las Cofradías lambayecanas”, analiza ‘reducciones’ nativas y su calo poblacional, listando este núcleo económico, de exclusión social étnica y de evangelización, con sus ‘ramadas’.

Ambos capítulos restantes describen la historia constructiva de templos, capillas y oratorios. El tercero, “Iglesias de la villa y pueblo de Saña”, inicia desde los primeros asentamientos franciscanos; la iglesia de Nuestra Señora del valle de Chiclayo; el Convento de Santa María; la Matriz de Chiclayo; y la abandonada villa de Saña, para españoles no-encomenderos, con restos gótico-isabelinos y renacentistas en las iglesias Matriz, San Francisco, San Agustín y La Merced, y sus claustros. Menciona el hospital de San Juan Bautista y Santa Lucía, la iglesia periférica para indios. Prosigue con San Ildefonso de Chérrepe, reducción trasladada a Lagunas con restos y espadaña; San Francisco de Mócupe (Mócupe viejo), iglesia ruinosa; y la Matriz de San Pedro de Lambayeque con sus retablos: Nuestra Señora de la Merced de 1784-96 con cariátides y hermes, el llamado “retablo de los santos dominicos” de “ejecución netamente imperita” (p. 150) según San Cristóbal, que los autores descubren ser de 1923 y con documento de 1816 que no era de ‘santos dominicos’. Escriben: “el padre San Cristóbal afirma que el artesonado mudéjar es posterior a 1600, y que antes solo habría habido cubiertas efímeras, la descripción [localizada por estos autores, de 1566, sin embargo] nos presenta un artesonado mudéjar muy bien elaborado” (p. 137). Detrás de la iglesia matriz, las iglesias para sus parcialidades presentan una arquitectura muy diferente: Santa Catalina; Santa Lucía; San Roque; y San Pedro, llamada desde 1890 capilla de San Francisco, donde doctrinaban desde que Lambayeque ocupó su actual ubicación, después del fenómeno del Niño de 1578. Sigue San Pedro de Mórrope con sus arbotantes, iniciada en 1536 como reducción de pescadores con capilla abierta o ‘guairona’, que hoy luce capilla doctrinal de horcones y altar a pirámide escalonada, lo cual refleja sincretismo prehispánico y tradición: cuenta con yesos, mangles, algarrobos, columnas, horcones, y techados frecuentes con paja y estiércol.

La “madera de Guayaquil” llegaba de Chérrepe, Paita y Huanchaco, y para la iglesia de San Martín de Tours en Reque se empleó “madera de roble competente” (p. 164) en 1782 en “muy buen estado”. Describen Santa María Magdalena de Eten, ruinas de la capilla que construyera Manuel del Castillo -terminada en 1778-; San Pedro de Monsefú; La Limpia Concepción de Mochumí; los restos de San Pedro de Túcume (Túcume viejo); la iglesia parroquial de Santa Lucía de Ferreñafe, con clásica portada lateral que San Cristóbal mostraba en clases que compartí (2005-6); la inconclusa iglesia de Santo Domingo de Olmos; San Julián de Motupe, dependiente en lo eclesiástico de Quito; San Pedro de Penachí; la iglesia anexa de San Pablo de Incahuasi; San Francisco de Salas, iglesia de la serranía; y San Juan Bautista de Cañaris (topónimo ecuatoriano).

El último capítulo, “Las capillas y oratorios de las haciendas” (de trigo, azúcar, panllevar, luego ingenios, trapiches, tinas), analiza San Juan de la Punta, única capilla exenta, ruinosa, edificada a inicios de 1900 con columnas entorchadas en yeso, que contaba con oratorios hoy desaparecidos: Santa Inés y San Antonio de Calupe, San Francisco Javier de Tumán, San Ildefonso de Picsi, Santa Maria de Sarrapo, San Agustín de Cojal, San Agustín de la Viña, Luya, San Juan Bautista de Chumbenique, San Francisco de la Otra Banda, el Salitral de la Soledad de Sicán y San Jacinto de Úcupe.

El libro termina con un “Glosario”, y recoge alarifes inéditos, como hicieran Vargas Ugarte, Harth-Terré y San Cristóbal, quienes mostraban sus fichas sueltas. Unir estas contribuciones (vía web) sería loable.

Merecía mayor esfuerzo, sin embargo, la edición: la ANC (pp. 132, 133, 134) y la BM (pp. 117, 118, 121, 129) faltan entre las “Siglas y abreviaturas empleadas” (p. 17); la Foto 27 está en posición incorrecta (p. 158); el “Plano de la destruida ciudad de Santiago de Miraflores de Saña” (p. 102) del obispo Martínez necesitaba mayor legibilidad y tamaño. Faltaría el “Plano del pueblo de Lambayeque” del mismo obispo, que creemos grafica bien las Iglesias ‘étnicas’ detrás de su Matriz.

Saña, con iglesias y claustros en ruinas pese a las intervenciones (2004) -donde según los autores “la incuria y una modernidad mal entendida han contribuido a su desaparición”-, y carente de museos, hace preguntarnos: ¿Sus célebres restos arquitectónicos (consolidados) pueden integrarse a su volumetría modular (documentada) faltante usando materiales ligeros antisísmicos? Ello detendría su deterioro, para así preservar patrimonio local colonial y prehispánico existente entre verde y tramas viales hoy ocultas. Se trataría de una operación simple, descentralizada, que alejaría eventuales protagonismos proyectuales.